Fuente: Blog de Xabel Vegas / Fecha: 29 de julio de 2019
¿Quiere usted criticar algún fenómeno social contemporáneo que le resulte antipático? No le dé más vueltas. Échele la culpa a la posmodernidad. No tendrá usted que reflexionar mucho ni dar más explicaciones. Nadie entenderá lo que quiere usted decir. Ni siquiera usted mismo. Pero todos asentirán ante su aguda y solemne reflexión.
En realidad da lo mismo que usted no haya leído ni un solo párrafo de Lyotard, Foucault, Deleuze o Derridá. Y si es de los pocos que sí los ha leído, da igual que no haya entendido ni media frase. No se preocupe. En realidad no es culpa suya. Lo cierto es que los autores postestructuralistas son muy oscuros y sus textos particularmente complejos y alejados del lenguaje académico habitual de la filosofía occidental. No son fáciles de entender y adentrarse en su pensamiento requiere de mucha práctica. Y esa dificultad ha servido para atribuirles todo tipo de posiciones disparatadas y contradictorias. La posmodernidad sería de ese modo sinónimo de individualismo egoísta, al más puro estilo Ayn Rand. Y al mismo tiempo sería también sinónimo de comunitarismo y de exaltación de las identidades colectivas. Es decir, sirve lo mismo para un roto que para un descosido.
La posmodernidad se utiliza también como sinónimo de relativismo. Y de frivolidad. Y de anticientificismo. Pero solo una caricatura simplificadora podría desvirtuar hasta tal punto la que fue una de las principales corrientes filosóficas del siglo XX. Lo cierto es que la posmodernidad se ha convertido en el anticristo de aquellos que desconfían de los nuevos movimientos sociales. Se ha convertido en el epítome del mal para la izquierda más rancia y ortodoxa, que considera que el feminismo, el movimiento LGTBI, el antirracismo o el ecologismo son productos culturales que diluyen el sujeto revolucionario en una miríada de sujetos reformistas. Y además distraerían del que es el antagonismo fundamental, de origen netamente material: la lucha de clases. En realidad el debate no es nuevo y fue un discurso muy habitual en los partidos leninistas de los años 80, que veían como los nuevos movimientos sociales les arrebataban la hegemonía sobre una izquierda en transformación, que trataba de adaptarse a unas sociedades cada vez más diversas. Afortunadamente la caída del Muro de Berlín se llevó consigo a la mayoría de aquellos partidos leninistas. Y con ellos, aquella mirada tóxica hacia el feminismo, el ecologismo, el movimiento LGTBI o el antimilitarismo. Pero casi treinta años después ha resurgido, como el Ave Fénix, para alertarnos sobre los peligros de la diversidad.
Este revival rancio le permite a usted utilizar conceptos como “lucha de clases” o “proletariado” sin explicar siquiera someramente de qué está hablando. Al fin y al cabo son expresiones puramente performativas que dicen más sobre aquel que las utiliza y sobre cómo quiere presentarse ante el mundo que acerca de las realidades que presuntamente pretende caracterizar. Lo cierto es que utilizar categorías analíticas del siglo XIX en el siglo XXI, haciéndolas encajar a martillazos, no suele proporcionar buenos resultados. Si utilizamos la expresión “lucha de clases”, al menos deberíamos tener la honestidad intelectual de contextualizarla y desarrollarla. Porque hasta el más conspicuo marxista se dará cuenta de que la estratificación y la movilidad social de 2019 se parece tanto a la de 1850 como una paloma mensajera a un smartphone.
La posmodernidad, dicen los defensores de la trampa de la diversidad, es un producto del neoliberalismo. Y se quedan tan anchos. Al fin y al cabo neoliberalismo es otra de esas palabras performativas. No hace falta que usted haya leído a Hayek para utilizarla. Basta con querer presentarse ante los demás como un irredento anticapitalista. Porque precisamente son quienes se erigen en críticos del presunto identitarismo posmoderno quienes pretenden construir una identidad de izquierdas en sentido fuerte, que trascienda todo conjunto de valores más o menos definido, a base de utilizar un léxico vacío y rancio pero inequívocamente izquierdista. De hecho han sido los autores postestructuralistas los principales críticos de las identidades plomizas y esencialistas propias de la modernidad: nación, clase, religión… Grandes relatos que se presentaban como emancipadores y que acabaron siendo el origen de algunas de las peores opresiones que han sufrido los seres humanos. Frente a esos grandes relatos identitarios, la posmodernidad ha opuesto unas identidades plurales, efímeras, provisionales, cambiantes, contradictorias y contingentes que operan más en el dominio del juego que en el de la construcción social.
No cabe duda de que en las batallas culturales de las que han sido protagonistas los nuevos movimientos sociales se han cometido excesos. Y no deberíamos ocultarlos. Pero en muchos casos esos excesos han estado provocados precisamente por aquellos que consideraban que los nuevos movimientos sociales eran solo una parte subalterna de un discurso anticapitalista más amplio, lo que conduce inevitablemente a excluir a una mayoría social que no se siente identificada con el discurso anticapitalista. El último manifiesto del 8 de marzo en Madrid es un buen ejemplo de ello. Parecía más bien el programa político de un partido anticapitalista antes que el manifiesto de un movimiento tan plural como es el feminismo. Y lo peor es que las reivindicaciones sobre la igualdad de género quedaban diluidas en una impugnación a la totalidad forzada y maximalista.
La corrección política asfixiante y los excesos autoritarios que a veces es posible detectar en algunos movimientos de nuevo cuño también son producto de una ortodoxia izquierdista que considera que la realidad social se puede leer científicamente, en términos de verdad o mentira. Como si se tratase de la mismísima Ley de la Gravedad. Y con esos mimbres se ha construido un discurso autoritario, antipluralista y antidemocrático en una parte de la izquierda que no deja espacio para la opinión y el disenso, prerrequisitos de la democracia. Es la negación de la política: no se trata de construir convivencia a partir de opiniones diversas sino de aprehender “la verdad social” y defenderla con uñas y dientes. Porque sobra decir que la verdad está siempre de nuestro lado. Ese discurso ha impregnado en parte a los nuevos movimientos sociales, a los que la izquierda tradicional siempre ha tratado de instrumentalizar. Al fin y al cabo esa izquierda melancólica puede ser rancia pero no es estúpida. Y saben que moviliza infinitamente más el 8 de marzo o el Orgullo LGTBI que un llamamiento vago e impreciso a la lucha de clases o a una revolución anticapitalista que siempre está por llegar, como si se tratase del mismísimo Mesías redivivo.
Y es que precisamente el feminista y el LGTBI han sido los dos movimientos sociales que más y mayores transformaciones sociales han logrado en las últimas décadas. Y lo han hecho sin violencia y con una capacidad de hablarle al conjunto de la sociedad, y no solo a cuatro iluminados, que es ajena a la izquierda tradicional. En eso el Orgullo LGTBI es ejemplar, más incluso que el 8 de marzo, por su carácter inclusivo y por su capacidad de reivindicar derechos sin apelar a una presunta superioridad moral y sin reñir a la ciudadanía. Y ha logrado en muy pocos años una normalización de las orientaciones sexuales distintas a la heterosexual que hace tres o cuatro décadas era impensable. Pero para la izquierda purista y melancólica, el Orgullo es un ejemplo de cómo los nuevos movimientos sociales son un producto del neoliberalismo: la participación de grandes empresas y multinacionales pondría en evidencia que el movimiento LGTBI no incomoda al capital. Como si el capital fuese un señor con chistera que enciende puros con billetes de millón. Y como si el objetivo del movimiento LGTBI tuviera que ser incomodar al capital. Lo cierto es que la participación de grandes empresas en el Orgullo, más allá de la crítica que se le pueda hacer a los convocantes por la excesiva mercantilización, es síntoma de una victoria rotunda del movimiento LGTBI. Y la crítica de la izquierda melancólica es síntoma de algo mucho más grave: una homofobia encubierta de quien piensa que el homosexual, o al menos “el buen homosexual”, tiene que ser anticapitalista.
Bien es cierto que el terreno de los derechos laborales es probablemente aquel en el que más retrocesos hemos vivido en las últimas décadas. Y que es necesario hacer un esfuerzo por recuperarlos. Pero es arbitrario señalar la desigualdad material como la contradicción fundamental, por delante del racismo que viven las personas racializadas, el machismo que sufren las mujeres o la homofobia que aún padece el colectivo LGTBI. Establecer una jerarquía de los males sociales es absurdo, poco útil e injusto. Más aún en una sociedad abierta y plural, en la que el bienestar material es comparativamente alto con respecto a la inmensa mayoría de países del mundo, a pesar de que aún queda un camino muy largo por recorrer en lo que respecta a la igualdad económica y al reparto de la riqueza. Conviene recordar, además, que los fallidos experimentos estatales anticapitalistas que, salvo excepciones caribeñas, hemos visto nacer y morir en el siglo XX no lograron atenuar las desigualdades étnicas, de género o de orientación sexual. En no pocos casos las agravaron, de hecho. Y paradójicamente fueron los regímenes democrático-liberales los que abordaron esas cuestiones desde criterios mucho más progresistas que las naciones del socialismo real. Probablemente porque derechos fundamentales como la libertad de expresión, de prensa o de reunión permitieron la cristalización de aquellos nuevos movimientos sociales en las décadas de los 70 y 80 del pasado siglo.
Resulta desolador que una parte de la intelectualidad progresista, afortunadamente residual, considere que el gran problema de la izquierda es la diversidad, caracterizada como una gran trampa que nos ha puesto el neoliberalismo, posmodernidad mediante, para distraernos del gran proyecto emancipador. Y es que precisamente la diversidad ha sido una de las mayores y mejores conquistas que hemos logrado en las sociedades abiertas. El conflicto es inherente a la diversidad y haber sido capaces de gestionarlo de forma pacífica y razonable en términos de convivencia es una victoria colectiva que deberíamos proteger, por más excesos que detectemos susceptibles de ser corregidos.
Conviene decirlo claro. El gran problema de la izquierda, aquel que la sitúa más cerca de la irrelevancia que de la capacidad de transformación, no es la diversidad. Es precisamente lo contrario. El gran problema de la izquierda es que aún perviven en ella actitudes autoritarias y uniformizantes, antipluralistas y antidemocráticas. El gran problema es que somos incapaces de hablarle a la sociedad sin regañarla. Ni siquiera somos capaces de gestionar nuestra propia diversidad interna sin purgas ni insultos, lo que nos sitúa en un mal lugar para dirigirnos a aquella sociedad a la que decimos defender. La izquierda uniforme que algunos anhelan con una dosis preocupante de melancolía solo se entiende en una sociedad infinitamente menos diversa, como era la de hace 150 años. Hoy no solo sería imposible. También sería indeseable.