
15 de diciembre de 2020 / RG /Querétaro
Dentro de ese cuadro sucedieron cosas importantes en mi vida por 5 años. Les platico que viví a tres calles de ahí de 2001 a 2005. Ahí llegué de Nuevo León cuando ingresé al entonces IFE y hasta que por la redistritación me tuve que mudar a Tehuacán. Dentro de ese cuadro les podría compartir que conocí a Omar Vazquez Eduardo Lopez -dos grandes amistades y maestros de la vida- quienes me presentaron a Miguel Ángel Sánchez Ramos, excelente pintor acateco y autor de este cuadro, que permitió que expusiéramos su obra en las oficinas del IFE de ese entonces. También recuerdo a Lupita Cardoso, mi casera y una señora entrañable que a pesar de ejercer la mayordomía de la Iglesia nunca me impidió o rechazó si salía entaconada, con pantalones a la cadera y acampanados cargando mis cuarenta kilos de ignorancia y Juventud alguna noche de fin de semana. Frente a esa iglesia comía tacos de pastor cuando salía tarde del trabajo y compraba mi licuado o jugo de naranja cuando iba al trabajo. Todos los días caminaba frente a esa iglesia para llegar a la oficina, que inicialmente estaba a espaldas de ahí y después nos movimos “a las orillas” y aún así llegaba a pie. Por ahí caminamos muchas noches mis amistades y yo a los antros que no estaban a más de cinco o siete calles. Ahí mi primer novio viajaba del D. F. para verme pero mis inseguridades sólo permitieron que estuviéramos en contacto como tres meses. Ahí aprendí a ver mi cuerpo de otra manera, a partir de otras miradas que encontré y eran de inesperada sensualidad que me eran totalmente ajenas. También les podría compartir los primeros meses con tardes y noches de tristeza, cuando extrañaba a mi familia y el entorno en que crecí. Algunas noches pensé en renunciar y regresar con mi familia pero por diversas razones permanecí. También puedo compartir sobre las noches solitarias pensando qué hacer con esa afirmación que me perseguía siempre: “Soy una mujer”. Y luego en el desafío “¿qué hago? ¿Cómo vivo? ¿Cómo lo combino con lo que trabajo? ¿Qué debo elegir? ¿Debo elegir?”. En Acatlán, enclavado en la sierra Mixteca, donde los alacranes forman parte de la convivencia (especialmente si hay mucho viento o hace mucho calor), donde en Día de muertos la gente va al cementerio a hacer una verbena a sus seres queridos, donde la fiesta de San Rafael es una de las más importantes y que impregnan de recuerdos luminosos y alegres, donde solo se comen los chiquiliches en junio poco después de las lluvias y que me supieron como a chicharrón de cerdo prensado (la primera vez que me lo mostraron pegué un grito porque mis ojos veían una especie de mosca grande), en donde en su mercado comía generalmente los fines de semana mole de pollo o un rico caldo de pollo con tomate cuyo nombre no recuerdo y en donde la primera vez que me ofrecieron una tortilla morada, en ni ignorancia supina la rechacé porque nunca la había visto y me dijo un señor de al lado “usted no sabe comer tortillas… por esas nos peleamos”, en donde mi querida Fuentes R Balbina me enseñó que “aquí si se rechaza algo que se ofrece es una ofensa” cuando nos ofrecían comida o lo que la gente tenía cuando salíamos a las comunidades a tallerearsss aunque me diera varias veces unas buenas enchiladas, en donde no se dicen poblanos o poblanos sino mixtecos o mixtecas, donde dicen que bajo cada piedra hay un alacrán y cinco maestros, donde cada familia tiene lazos familiares cercanos con sus seres amados que han migrado a Nueva York, especialmente Queens (recuerdo una pared donde estaba la estatua de libertad pintada con grafitti que decía “Welcome to Acatlan”), en donde la frase “que lo reparió” se entiende perfectamente. Acatlán, el lugar de los carrizos, donde llegué perdida y ahí empecé a encontrarme. Gracias.
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